CAPÍTULO I. Veracruz,
1532.
La idea de declarar irracionales a
los nativos de las colonias españolas de ultramar era criminal, y aunque nos
estaba prohibido influir directamente para cancelarla, sí podíamos moldear las
circunstancias para que las personas responsables de aprobarla o rechazarla
fueran expuestas a la información que redujera el riesgo de que cometieran un
error que amenazara la continuidad del proyecto de Nuestro Padre.
Para hacer eso decidí acercarme al
Obispo de México y por medio de él al emperador Carlos V y al papa Clemente
VII.
Con esa intención me situé en la Villa Rica de la Vera Cruz en el año de
1532, tomando la apariencia y personalidad de un joven y rico español que
casualmente retornaba a España en el mismo navío que fray Juan de Zumárraga.
Para poder salir de la colonia sin
contratiempos era necesario que mi entrada estuviera registrada en la Casa de Contratación, por lo
que le pedí a Xóchitl que hiciera aparecer en el libro correspondiente, una
nota indicando que había arribado en mayo de 1530 con la intención de comprar
tierras e invertir en cultivos.
Dicha Casa de Contratación era la
dependencia oficial encargada de administrar el flujo de mercancías y
personas entre España y sus colonias,
teniendo entre sus funciones las de coordinar y regular las actividades de
compra-venta, la contratación del transporte marítimo, y la supervisión de la
ciencia náutica.
Corría el mes de mayo, desde días antes la villa estaba
desbordante de actividad por el inminente arribo y consecuente salida de la
flota que comunicaba España con sus dominios de ultramar.
Con la ayuda de Xóchitl me
materialicé a eso de las seis de la mañana en las márgenes del río a cuya
rivera estaba asentada la villa, la primera sensación que captaron mis sentidos
fue la de los murmullos con que la selva tropical parecía preguntar
incesantemente al agua, sobre los extraños hombres que apenas hacía unos años
habían llegado del otro lado del mar.
Percibí también un suave calor que
envolvía mi cuerpo, la temperatura ambiente no era ni un remedo de lo que fue a
las dos o tres de la tarde, pero a esa temprana hora era deliciosamente
confortable, la vestimenta que Xóchitl seleccionó para mí era de la época, y
puedo agregar que de buena calidad, aunque bastante usada, lo que aún no
alcanzo a dilucidar, es si los rancios olores con que me impregnó fueron
producto de su meticulosidad o de su sutil sentido del humor.
Me dirigí al centro de la villa y
mientras caminaba sentía embelesado la incomodidad de las botas y lo estorboso
del ropaje, sobre todo de la capa que colgaba sobre mi hombro derecho y se
empeñaba en enredarse en mi antebrazo interponiéndose a su natural balanceo.
Xóchitl me puso al tanto de todas
sus previsiones respecto a mi persona, y así es como me enteré que mi nombre
era Mariano Gajón, que era un experto espadachín, que a mi llegada hacía dos
años, había dejado la mayor parte de mi equipaje en la casa de un rico
hacendado en Xalapa, que era una villa a unas cuantas leguas de Veracruz pero
con un clima mucho menos extremoso, y que ya lo había recogido y dejado en la
posada donde me alojaba justo frente a la casa del ayuntamiento, también me
informó que la memoria de quienes debían saber de mí, había sido
convenientemente alterada para reconocerme y dar referencias mías.
Al poco llegué a la posada en
donde todos recordaban que había iniciado mi estancia ocho días atrás; el
dueño, que estaba en vigilia junto a la puerta, me saludó con naturalidad y sin
demasiada cortesía, seguramente por la fatiga de estar esperando a los
importantes huéspedes que habían anunciado su arribo para esa noche y que aun
no llegaban.
Mi habitación era de altos techos
y estaba débilmente iluminada por una gruesa candela que consumida en su mayor
parte daba señas de haber estado encendida cuando menos una hora.
Me despojé de mi capa y mi
florete, abrí la única ventana hacia la calle y me dispuse a contemplar el
alba.
Oí entonces un rumor que casi
imperceptible al principio se hacía cada vez más fuerte y cercano, eran tres
carruajes escoltados por quince jinetes.
El convoy del Obispo de México
había viajado a marchas forzadas por orden del Capitán General de la Nueva
España don Hernán Cortés, quien lo encabezaba personalmente.
Zumárraga viajaba en el primer
carruaje acompañado por fray Pedro de Gante, quien no se embarcaría pero a
quien había invitado a viajar a Veracruz para beneficiarse hasta el último
minuto de su consejo.
Xóchitl, se ubicó invisible entre
ellos y me hizo partícipe de lo que decían.
- ¿Y a qué teme nuestro valeroso
capitán? -preguntó fray Pedro de Gante al en ese momento pensativo Zumárraga-
- Pues creo que mucho más a los
españoles que a los nativos, según él, hay aún partidarios de la primera
audiencia que mucho ganarían si yo les dejara el paso libre.
- Yo soy de la misma idea que don
Hernán –señaló fray Pedro-, pues Delgadillo se las ingenió muy bien para
hacerse de una camarilla de poderosos hacendados y encomenderos, que sin duda
gustarían de seguir abusando a manos libres.
- En eso sí que tengo que aceptar
que tiene usted razón, pero bueno, afortunadamente tenemos de nuestro lado a
don Hernán. Aunque debo deciros que, si bien presiento que mi persona esta
segura con él, tengo mis dudas sobre si los intereses de la corona tienen esa
misma suerte, y aquí entre nosotros debo confesaros, que sigo aterrorizado por
su poca transparencia y su formidable astucia.
- Monseñor –fray Pedro replicó de
inmediato-, yo tengo muchos años de tratarlo y os aseguro que nunca le he
conocido nada reprochable, ni con respecto a su lealtad a la corona, ni en su
buena fe hacia los derrotados, a excepción del desafortunado pasaje con doña
Isabel de Moctezuma.
Le sé ambicioso, pero a que negar que si alguien tiene derecho a serlo con
respecto a esta colonia es precisamente él, yo os sugiero que dejéis esas
preocupaciones y os concentréis en las evidentes amenazas de vuestros enemigos.
La caravana se acercaba
ruidosamente al centro de la villa y varios vecinos se asomaban curiosos ante
tan inesperado acontecimiento.
- ¡Es don Hernán Cortés! -gritó un grueso parroquiano, quién con
desdentada sonrisa se acercó al capitán general de la Nueva España para
decirle a plena voz- ¡Afortunados los
ojos que le ven nuevamente!, ¡yo os acompañé a Las Hibueras y sobreviví para
contarlo!
Cortés detuvo su cabalgadura y
aguzó la vista en la penumbra del amanecer para reconocer a su interlocutor.
- ¡Pero si eres Carlos Díaz!, ¡ya
decía yo que ese olor a pan no podría ser más que del que amasan tus manos!,
¡soldados!, ¡he aquí a un valiente!
La soldadesca casi al unísono
saludó con un movimiento de cabeza al panadero, quien radiante de alegría
levantaba el brazo para saludar en todas direcciones.
Entendiendo que no era el momento
oportuno para seguir deteniendo la marcha, Carlos Díaz se replegó hasta la
pared y corriendo se adelantó a la tropa para anunciar que su capitán estaba en
la ciudad.
- ¡Es don Hernán Cortés!, ¡salid!,
¡salid a saludarle!, ¡aquí está don Hernán Cortés!
La villa comenzó a despertar más
animada que de costumbre, era la hora en que la mayoría de los habitantes se
dirigían a la primera misa, y pronto la marcha de los recién llegados fue
seguida por cerca de cien de ellos.
Al llegar a la posada el interés
por averiguar la identidad del importante personaje que custodiaba el mismísimo
Cortés se desbordó en forma de una barbullante multitud que impedía que el
carruaje de Zumárraga cruzara el portón que daba acceso al patio central.
En coordinada acción ocho soldados
se apearon de sus cabalgaduras y despejaron la entrada sin mayor dificultad,
después, mientras cuatro mantenían a los curiosos a raya, los otros cuatro se
precipitaron dentro de la posada para realizar una rápida inspección, que
incluyó los dos niveles y la azotea, para finalmente apostarse dos de ellos en
el patio y dos en el balcón corrido del segundo piso.
Uno de los de los que se habían
mantenido sobre su cabalgadura se internó por el portón, y tras ser informado
por los que le antecedieron que todo estaba en orden, regresó para guiar el
carruaje que transportaba a los dos importantes franciscanos.
El resto de la tropa y las
carretas portadoras del agua, las provisiones y el equipaje, se quedaron fuera.
Cortés siguió a caballo al
carruaje y una vez dentro se apeó para asistir a Zumárraga y a Pedro de Gante,
quienes entumidos por la última jornada de diez horas, se bajaron penosamente
de su transporte.
Yo salí de mi habitación justo en
el momento en que Zumárraga asomaba la cabeza y aprovechando el cruce de
nuestras miradas lo saludé respetuosamente, Hernán Cortés me dirigió una mirada
y un saludo, que en su frialdad revelaban que mi presencia no le causaba
ninguna sorpresa.
Pedro de Gante mostró mucha más
agilidad que Zumárraga al apearse, y también me saludó, pero con una amplia y
franca sonrisa que expresaba familiaridad y afecto, aunque nunca antes me había
visto.
El hostelero, quien había estado
al pie del carruaje para dar la bienvenida a sus importantes huéspedes, los
condujo a su habitación, que desde luego era la más amplia.
Quedaron ubicados en la planta
baja justo frente a la entrada, a cuatro habitaciones de distancia de la mía,
que estaba a dos de la esquina del cuadrilátero que rodeaba el amplio patio
central, donde aún permanecía el carruaje con sus bestias de tiro.
Yo me encontraba de pié junto al
barandal que delimitaba el corredor y giré en redondo para regresar a mi
habitación.
- ¡Don Mariano!, ¿puedo
interrumpiros un momento? -Me dijo con amabilidad Hernán Cortés-
Yo me detuve en seco, regresé
sobre mis pasos con lentitud y una vez frente a él, respondí.
- Desde luego señor capitán
general don Hernán Cortés, ¿cómo podría yo desaprovechar la oportunidad de
charlar con tan famoso caballero?, ¿en que puedo serviros?
- Soy yo quien desea serviros don
Mariano, pero para ello requiero saber de su persona.
- ¿Es esto un interrogatorio que
tenga que ver con la seguridad del señor obispo Zumárraga?
- A que negarlo don Mariano,
deberá usted comprender que el asunto es delicado y requiere de toda
meticulosidad.
- Lo entiendo señor capitán, por
lo que os ruego aceptéis mi total colaboración, ¿qué deseáis saber?
- En principio, ¿cómo es que sabe
quién soy yo y de la identidad de quien llegó en el carruaje?
- Identificar al señor obispo fue
fácil tras notar el anillo que ostenta, y de vuestra persona me informó el
pregón que recorrió la villa con mayor rapidez que vuestras cabalgaduras,
además, ya me imaginaba yo que alguien de mucha importancia se iba a hospedar
en esta hostería, dado lo difícil que fue conseguir prolongar mi estancia hasta
que salga la flota, porque para el día de hoy el posadero tenía órdenes de no
aceptar huéspedes y fue hasta ayer noche que me confirmó que seguiría dándome
posada, igualmente difícil me resultó lograr transporte en la nave almiranta.
Aunque ahora que se ha dirigido a mí por mi nombre sin haberme yo
presentado, deduzco que la razón de lograr no ser desalojado de esta hostería y
poder viajar en conserva, es porque vuestra merced así lo ha autorizado.
- Sin duda es usted claro e
inteligente don Mariano. Efectivamente, cuando hace una semana llegó usted a la
posada con la intención de prolongar su estancia hasta que saliera la flota, me
fue enviado un mensaje que recibí cuando estábamos por iniciar el descenso de
la sierra, junto con tal mensaje me fue entregada la información que sobre
usted se tiene en la Casa
de Contratación, así que al llegar a Xalapa pedí referencias suyas a don Amador
García, él lo recomendó ampliamente, pero no me pudo explicar por qué un joven
con fortuna y energía decide regresar a España dejando atrás el promisorio
futuro que ofrecen estas tierras, cuantimás que según aprendí, llegó hace dos
años con la idea de comerse el mundo a puños. ¿No pudo conseguir encomiendas?
- No fue ese un problema para mí,
y la verdad lamento mucho que me confronte usted con la dificultad de
comentarle mis experiencias y conclusiones, porque me temo que no serán de su
agrado.
- Pues mire usted, que en eso de
escuchar cosas que me son desagradables he adquirido una experiencia
insospechada, así que adelante y desembuche, que lo que sus palabras han
producido hasta ahora es una enorme curiosidad.
- Pues con esas premisas y sin
interés de molestarlo, le comentaré que yo vine aquí para hacer fortuna, como
todos los que nos aventuramos a cruzar la mar océano, pero al final he
descubierto que si bien es cierto que puedo amasar riquezas en la medida de mis
sueños, ese éxito tiene que ser a cambio de la pérdida de mi conciencia de
hidalgo español.
El único camino que veo para seguir en estas tierras y mantenerme fiel a mi
moral es haciéndome fraile, y eso tampoco es algo que vaya conmigo, así es que
he optado por regresar a España y hacerme viejo trabajando y acrecentando mi
hacienda, que al fin y al cabo siendo hijo único como lo soy, tengo asegurado
el patrimonio.
El famoso conquistador me miró
fijamente a los ojos, y pude ver en los suyos un destello de emoción y alegría;
con un elegante gesto me ofreció asiento en uno de los sillones del ancho
corredor y él se acomodó en otro justo frente a mí.
- No me sorprende lo que dice,
pero me sorprende que lo diga –me recitó pausadamente-, yo estoy de acuerdo,
pero hasta hoy no había conocido a nadie que pensara así.
- ¿Usted señor capitán general?,
¿el vencedor del imperio de los aztecas?, eso sí que es sorpresa, y perdóneme
que lo diga, pero ¿cómo es posible que quien hizo realidad este nunca soñado
sueño ahora me diga estar de acuerdo en que el beneficiarse del producto de la
conquista demerita la moral?
- Os perdono la ironía, porque
pago con mi mansedumbre algo de la penitencia que he pedido a los cielos para
expiar la culpa que me atosiga, pero no os engolosinéis con este juego, que yo
como vos tengo poco de fraile en el ánimo.
- Así lo entiendo don Hernán, pero
no debe vuestra merced sentirse agredido por mi franqueza, yo admiro vuestra
valentía y la puntualidad con la que ha respetado y defendido los derechos de
la corona y de la iglesia.
Por otra parte, vea usted que mi sorpresa es del todo justificada, porque
nadie podría esperar que quién dio tan exitoso término a la conquista, tenga
reservas para disfrutar de las consecuencias.
- Continúa usted siendo exacto y
claro don Mariano. Pero dígame, ¿qué vio o experimentó, que lo ha dejado de ese
talante?
- Pues el caso es que a mí llegada
todo resultó como lo esperaba, abundancia de oportunidades y bienvenidas,
constantes propuestas de negocios en sociedad, y fantásticas historias de
rápidas riquezas, pero inevitablemente, un buen día me di cuenta de donde venía
toda esa fortuna y quién estaba pagando el precio de la bonanza.
Dios se apiade de los que sin asomo de cristiandad han saqueado y ofendido
hasta lo indecible a los habitantes originales de esta tierra. Yo no puedo, y
bendito sea Dios, tampoco necesito vender mi alma al diablo.
- ¿Es eso lo que usted piensa de
los hacendados y encomenderos?
- Cosas peores señor capitán, sin
duda cosas peores.
- Pues... ¡venga esa mano joven
hidalgo!, vuestras palabras me reconcilian con la generosidad española, que
vista desde aquí me ha llegado a parecer algo del pasado. Y debo deciros que
tanta alegría y confianza me generan vuestras palabras, que me atreveré a
liberar de mi pecho el descontento que en mí han generado algunas acciones de
la iglesia, que si bien ha sido una barrera contra el saqueo de todo lo
material, de propio ha contribuido a la humillación de lo que daba fortaleza y
orgullo a los naturales.
¡Ay Dios!, como he lamentado que toda la historia de generaciones y
generaciones hubiese sido destruida por fray Juan, porque a pesar de la opinión
en contra de los franciscanos que le antecedieron, mandó quemar todos los
libros de pinturas de los indios.
- Lamentable sin duda, yo me
enteré de eso hace un año, pero claro, se me dijo que eran libros de
invocaciones a los malditos dioses comedores de hombres.
- Sí, es verdad, eso es lo que se
dijo, pero en realidad no lo eran, ese acto de destrucción causó en mí el
impacto de cuando los sabios de la gran Tenochtitlan me pidieron que los matara
porque ya sin sus dioses no tenía sentido su existencia, y mire usted, que yo
efectivamente destruí a sus ídolos y sí, estoy seguro de que eran verdaderos
demonios, pero ¡coño!, ¡es en lo que creían, y es lo que les dio el aliento
para hacer las cosas de maravilla que hicieron, y que ya no existen más!