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jueves, 23 de julio de 2020

Fragmento de la novela RECUERDOS TRASCENDENTALES de René Ignacio García Fernández


CAPÍTULO I. Veracruz, 1532.

   La idea de declarar irracionales a los nativos de las colonias españolas de ultramar era criminal, y aunque nos estaba prohibido influir directamente para cancelarla, sí podíamos moldear las circunstancias para que las personas responsables de aprobarla o rechazarla fueran expuestas a la información que redujera el riesgo de que cometieran un error que amenazara la continuidad del proyecto de Nuestro Padre.
   Para hacer eso decidí acercarme al Obispo de México y por medio de él al emperador Carlos V y al papa Clemente VII.
   Con esa intención me situé en la Villa Rica de la Vera Cruz en el año de 1532, tomando la apariencia y personalidad de un joven y rico español que casualmente retornaba a España en el mismo navío que fray Juan de Zumárraga.
   Para poder salir de la colonia sin contratiempos era necesario que mi entrada estuviera registrada en la Casa de Contratación, por lo que le pedí a Xóchitl que hiciera aparecer en el libro correspondiente, una nota indicando que había arribado en mayo de 1530 con la intención de comprar tierras e invertir en cultivos.
   Dicha Casa de Contratación era la dependencia oficial encargada de administrar el flujo de mercancías y personas  entre España y sus colonias, teniendo entre sus funciones las de coordinar y regular las actividades de compra-venta, la contratación del transporte marítimo, y la supervisión de la ciencia náutica.
   Corría el mes de  mayo, desde días antes la villa estaba desbordante de actividad por el inminente arribo y consecuente salida de la flota que comunicaba España con sus dominios de ultramar.
   Con la ayuda de Xóchitl me materialicé a eso de las seis de la mañana en las márgenes del río a cuya rivera estaba asentada la villa, la primera sensación que captaron mis sentidos fue la de los murmullos con que la selva tropical parecía preguntar incesantemente al agua, sobre los extraños hombres que apenas hacía unos años habían llegado del otro lado del mar.
   Percibí también un suave calor que envolvía mi cuerpo, la temperatura ambiente no era ni un remedo de lo que fue a las dos o tres de la tarde, pero a esa temprana hora era deliciosamente confortable, la vestimenta que Xóchitl seleccionó para mí era de la época, y puedo agregar que de buena calidad, aunque bastante usada, lo que aún no alcanzo a dilucidar, es si los rancios olores con que me impregnó fueron producto de su meticulosidad o de su sutil sentido del humor.
   Me dirigí al centro de la villa y mientras caminaba sentía embelesado la incomodidad de las botas y lo estorboso del ropaje, sobre todo de la capa que colgaba sobre mi hombro derecho y se empeñaba en enredarse en mi antebrazo interponiéndose a su natural balanceo.
   Xóchitl me puso al tanto de todas sus previsiones respecto a mi persona, y así es como me enteré que mi nombre era Mariano Gajón, que era un experto espadachín, que a mi llegada hacía dos años, había dejado la mayor parte de mi equipaje en la casa de un rico hacendado en Xalapa, que era una villa a unas cuantas leguas de Veracruz pero con un clima mucho menos extremoso, y que ya lo había recogido y dejado en la posada donde me alojaba justo frente a la casa del ayuntamiento, también me informó que la memoria de quienes debían saber de mí, había sido convenientemente alterada para reconocerme y dar referencias mías.
   Al poco llegué a la posada en donde todos recordaban que había iniciado mi estancia ocho días atrás; el dueño, que estaba en vigilia junto a la puerta, me saludó con naturalidad y sin demasiada cortesía, seguramente por la fatiga de estar esperando a los importantes huéspedes que habían anunciado su arribo para esa noche y que aun no llegaban.
   Mi habitación era de altos techos y estaba débilmente iluminada por una gruesa candela que consumida en su mayor parte daba señas de haber estado encendida cuando menos una hora.
   Me despojé de mi capa y mi florete, abrí la única ventana hacia la calle y me dispuse a contemplar el alba.
   Oí entonces un rumor que casi imperceptible al principio se hacía cada vez más fuerte y cercano, eran tres carruajes escoltados por quince jinetes.
   El convoy del Obispo de México había viajado a marchas forzadas por orden del Capitán General de la Nueva España don Hernán Cortés, quien lo encabezaba personalmente.
   Zumárraga viajaba en el primer carruaje acompañado por fray Pedro de Gante, quien no se embarcaría pero a quien había invitado a viajar a Veracruz para beneficiarse hasta el último minuto de su consejo.
   Xóchitl, se ubicó invisible entre ellos y me hizo partícipe de lo que decían.
   - ¿Y a qué teme nuestro valeroso capitán? -preguntó fray Pedro de Gante al en ese momento pensativo Zumárraga-
   - Pues creo que mucho más a los españoles que a los nativos, según él, hay aún partidarios de la primera audiencia que mucho ganarían si yo les dejara el paso libre.
   - Yo soy de la misma idea que don Hernán –señaló fray Pedro-, pues Delgadillo se las ingenió muy bien para hacerse de una camarilla de poderosos hacendados y encomenderos, que sin duda gustarían de seguir abusando a manos libres.
   - En eso sí que tengo que aceptar que tiene usted razón, pero bueno, afortunadamente tenemos de nuestro lado a don Hernán. Aunque debo deciros que, si bien presiento que mi persona esta segura con él, tengo mis dudas sobre si los intereses de la corona tienen esa misma suerte, y aquí entre nosotros debo confesaros, que sigo aterrorizado por su poca transparencia y su formidable astucia.
   - Monseñor –fray Pedro replicó de inmediato-, yo tengo muchos años de tratarlo y os aseguro que nunca le he conocido nada reprochable, ni con respecto a su lealtad a la corona, ni en su buena fe hacia los derrotados, a excepción del desafortunado pasaje con doña Isabel de Moctezuma.
Le sé ambicioso, pero a que negar que si alguien tiene derecho a serlo con respecto a esta colonia es precisamente él, yo os sugiero que dejéis esas preocupaciones y os concentréis en las evidentes amenazas de vuestros enemigos.
   La caravana se acercaba ruidosamente al centro de la villa y varios vecinos se asomaban curiosos ante tan inesperado acontecimiento.
   - ¡Es don Hernán Cortés!  -gritó un grueso parroquiano, quién con desdentada sonrisa se acercó al capitán general de la Nueva España para decirle a plena voz-  ¡Afortunados los ojos que le ven nuevamente!, ¡yo os acompañé a Las Hibueras y sobreviví para contarlo!
   Cortés detuvo su cabalgadura y aguzó la vista en la penumbra del amanecer para reconocer a su interlocutor.
   - ¡Pero si eres Carlos Díaz!, ¡ya decía yo que ese olor a pan no podría ser más que del que amasan tus manos!, ¡soldados!, ¡he aquí a un valiente!
   La soldadesca casi al unísono saludó con un movimiento de cabeza al panadero, quien radiante de alegría levantaba el brazo para saludar en todas direcciones.
   Entendiendo que no era el momento oportuno para seguir deteniendo la marcha, Carlos Díaz se replegó hasta la pared y corriendo se adelantó a la tropa para anunciar que su capitán estaba en la ciudad.
   - ¡Es don Hernán Cortés!, ¡salid!, ¡salid a saludarle!, ¡aquí está don Hernán Cortés!
   La villa comenzó a despertar más animada que de costumbre, era la hora en que la mayoría de los habitantes se dirigían a la primera misa, y pronto la marcha de los recién llegados fue seguida por cerca de cien de ellos.
   Al llegar a la posada el interés por averiguar la identidad del importante personaje que custodiaba el mismísimo Cortés se desbordó en forma de una barbullante multitud que impedía que el carruaje de Zumárraga cruzara el portón que daba acceso al patio central.
   En coordinada acción ocho soldados se apearon de sus cabalgaduras y despejaron la entrada sin mayor dificultad, después, mientras cuatro mantenían a los curiosos a raya, los otros cuatro se precipitaron dentro de la posada para realizar una rápida inspección, que incluyó los dos niveles y la azotea, para finalmente apostarse dos de ellos en el patio y dos en el balcón corrido del segundo piso.
   Uno de los de los que se habían mantenido sobre su cabalgadura se internó por el portón, y tras ser informado por los que le antecedieron que todo estaba en orden, regresó para guiar el carruaje que transportaba a los dos importantes franciscanos.
   El resto de la tropa y las carretas portadoras del agua, las provisiones y el equipaje, se quedaron fuera.
   Cortés siguió a caballo al carruaje y una vez dentro se apeó para asistir a Zumárraga y a Pedro de Gante, quienes entumidos por la última jornada de diez horas, se bajaron penosamente de su transporte.
   Yo salí de mi habitación justo en el momento en que Zumárraga asomaba la cabeza y aprovechando el cruce de nuestras miradas lo saludé respetuosamente, Hernán Cortés me dirigió una mirada y un saludo, que en su frialdad revelaban que mi presencia no le causaba ninguna sorpresa.
   Pedro de Gante mostró mucha más agilidad que Zumárraga al apearse, y también me saludó, pero con una amplia y franca sonrisa que expresaba familiaridad y afecto, aunque nunca antes me había visto.
   El hostelero, quien había estado al pie del carruaje para dar la bienvenida a sus importantes huéspedes, los condujo a su habitación, que desde luego era la más amplia.
   Quedaron ubicados en la planta baja justo frente a la entrada, a cuatro habitaciones de distancia de la mía, que estaba a dos de la esquina del cuadrilátero que rodeaba el amplio patio central, donde aún permanecía el carruaje con sus bestias de tiro.
   Yo me encontraba de pié junto al barandal que delimitaba el corredor y giré en redondo para regresar a mi habitación.
   - ¡Don Mariano!, ¿puedo interrumpiros un momento? -Me dijo con amabilidad Hernán Cortés-
   Yo me detuve en seco, regresé sobre mis pasos con lentitud y una vez frente a él, respondí.
   - Desde luego señor capitán general don Hernán Cortés, ¿cómo podría yo desaprovechar la oportunidad de charlar con tan famoso caballero?, ¿en que puedo serviros?
   - Soy yo quien desea serviros don Mariano, pero para ello requiero saber de su persona.
   - ¿Es esto un interrogatorio que tenga que ver con la seguridad del señor obispo Zumárraga?
   - A que negarlo don Mariano, deberá usted comprender que el asunto es delicado y requiere de toda meticulosidad.
   - Lo entiendo señor capitán, por lo que os ruego aceptéis mi total colaboración, ¿qué deseáis saber?
   - En principio, ¿cómo es que sabe quién soy yo y de la identidad de quien llegó en el carruaje?
   - Identificar al señor obispo fue fácil tras notar el anillo que ostenta, y de vuestra persona me informó el pregón que recorrió la villa con mayor rapidez que vuestras cabalgaduras, además, ya me imaginaba yo que alguien de mucha importancia se iba a hospedar en esta hostería, dado lo difícil que fue conseguir prolongar mi estancia hasta que salga la flota, porque para el día de hoy el posadero tenía órdenes de no aceptar huéspedes y fue hasta ayer noche que me confirmó que seguiría dándome posada, igualmente difícil me resultó lograr transporte en la nave almiranta.
Aunque ahora que se ha dirigido a mí por mi nombre sin haberme yo presentado, deduzco que la razón de lograr no ser desalojado de esta hostería y poder viajar en conserva, es porque vuestra merced así lo ha autorizado.
   - Sin duda es usted claro e inteligente don Mariano. Efectivamente, cuando hace una semana llegó usted a la posada con la intención de prolongar su estancia hasta que saliera la flota, me fue enviado un mensaje que recibí cuando estábamos por iniciar el descenso de la sierra, junto con tal mensaje me fue entregada la información que sobre usted se tiene en la Casa de Contratación, así que al llegar a Xalapa pedí referencias suyas a don Amador García, él lo recomendó ampliamente, pero no me pudo explicar por qué un joven con fortuna y energía decide regresar a España dejando atrás el promisorio futuro que ofrecen estas tierras, cuantimás que según aprendí, llegó hace dos años con la idea de comerse el mundo a puños. ¿No pudo conseguir encomiendas?
   - No fue ese un problema para mí, y la verdad lamento mucho que me confronte usted con la dificultad de comentarle mis experiencias y conclusiones, porque me temo que no serán de su agrado.
   - Pues mire usted, que en eso de escuchar cosas que me son desagradables he adquirido una experiencia insospechada, así que adelante y desembuche, que lo que sus palabras han producido hasta ahora es una enorme curiosidad.
   - Pues con esas premisas y sin interés de molestarlo, le comentaré que yo vine aquí para hacer fortuna, como todos los que nos aventuramos a cruzar la mar océano, pero al final he descubierto que si bien es cierto que puedo amasar riquezas en la medida de mis sueños, ese éxito tiene que ser a cambio de la pérdida de mi conciencia de hidalgo español.
El único camino que veo para seguir en estas tierras y mantenerme fiel a mi moral es haciéndome fraile, y eso tampoco es algo que vaya conmigo, así es que he optado por regresar a España y hacerme viejo trabajando y acrecentando mi hacienda, que al fin y al cabo siendo hijo único como lo soy, tengo asegurado el patrimonio.
   El famoso conquistador me miró fijamente a los ojos, y pude ver en los suyos un destello de emoción y alegría; con un elegante gesto me ofreció asiento en uno de los sillones del ancho corredor y él se acomodó en otro justo frente a mí.
   - No me sorprende lo que dice, pero me sorprende que lo diga –me recitó pausadamente-, yo estoy de acuerdo, pero hasta hoy no había conocido a nadie que pensara así.
   - ¿Usted señor capitán general?, ¿el vencedor del imperio de los aztecas?, eso sí que es sorpresa, y perdóneme que lo diga, pero ¿cómo es posible que quien hizo realidad este nunca soñado sueño ahora me diga estar de acuerdo en que el beneficiarse del producto de la conquista demerita la moral?
   - Os perdono la ironía, porque pago con mi mansedumbre algo de la penitencia que he pedido a los cielos para expiar la culpa que me atosiga, pero no os engolosinéis con este juego, que yo como vos tengo poco de fraile en el ánimo.
   - Así lo entiendo don Hernán, pero no debe vuestra merced sentirse agredido por mi franqueza, yo admiro vuestra valentía y la puntualidad con la que ha respetado y defendido los derechos de la corona y de la iglesia.
Por otra parte, vea usted que mi sorpresa es del todo justificada, porque nadie podría esperar que quién dio tan exitoso término a la conquista, tenga reservas para disfrutar de las consecuencias.
   - Continúa usted siendo exacto y claro don Mariano. Pero dígame, ¿qué vio o experimentó, que lo ha dejado de ese talante?
   - Pues el caso es que a mí llegada todo resultó como lo esperaba, abundancia de oportunidades y bienvenidas, constantes propuestas de negocios en sociedad, y fantásticas historias de rápidas riquezas, pero inevitablemente, un buen día me di cuenta de donde venía toda esa fortuna y quién estaba pagando el precio de la bonanza.
Dios se apiade de los que sin asomo de cristiandad han saqueado y ofendido hasta lo indecible a los habitantes originales de esta tierra. Yo no puedo, y bendito sea Dios, tampoco necesito vender mi alma al diablo.
   - ¿Es eso lo que usted piensa de los hacendados y encomenderos?
   - Cosas peores señor capitán, sin duda cosas peores.
   - Pues... ¡venga esa mano joven hidalgo!, vuestras palabras me reconcilian con la generosidad española, que vista desde aquí me ha llegado a parecer algo del pasado. Y debo deciros que tanta alegría y confianza me generan vuestras palabras, que me atreveré a liberar de mi pecho el descontento que en mí han generado algunas acciones de la iglesia, que si bien ha sido una barrera contra el saqueo de todo lo material, de propio ha contribuido a la humillación de lo que daba fortaleza y orgullo a los naturales.
¡Ay Dios!, como he lamentado que toda la historia de generaciones y generaciones hubiese sido destruida por fray Juan, porque a pesar de la opinión en contra de los franciscanos que le antecedieron, mandó quemar todos los libros de pinturas de los indios.
   - Lamentable sin duda, yo me enteré de eso hace un año, pero claro, se me dijo que eran libros de invocaciones a los malditos dioses comedores de hombres.
   - Sí, es verdad, eso es lo que se dijo, pero en realidad no lo eran, ese acto de destrucción causó en mí el impacto de cuando los sabios de la gran Tenochtitlan me pidieron que los matara porque ya sin sus dioses no tenía sentido su existencia, y mire usted, que yo efectivamente destruí a sus ídolos y sí, estoy seguro de que eran verdaderos demonios, pero ¡coño!, ¡es en lo que creían, y es lo que les dio el aliento para hacer las cosas de maravilla que hicieron, y que ya no existen más!

Fascículo 3. ¿FUE VERACRUZ LA PRIMERA CIUDAD DEL CONTINENTE AMERICANO?

      Este trabajo fue publicado por primera vez en el año 2017 formando parte del ensayo MÉXICO SIN MENTIRAS y está dedicado a quienes esté...